Nos encontrábamos contemplando las cascadas de Salto Grande, cuando un turista argentino nos preguntó sobre nuestro próximo destino.

– Pues, lo más probable es que regresemos al refugio – le respondiste, sin darle muchas vueltas. Yo asentí en silencio, pensando que no había mejor recompensa que contemplar aquellas sorprendentes aguas torrentosas provenientes del lago Nordenskjöld.

Olvidando que apenas nos conocíamos, el turista se agarró la cabeza y sin mayor protocolo, nos pidió que recapacitáramos.

–¡Tienen que visitar Mirador Cuernos! – nos insistió, argumentando que acababa de estar ahí y que nunca antes había visto montañas tan bellas. Un sencillo sendero de solo una hora nos separaba del prometedor paraje y si nos apurábamos, recalcó, lograríamos sacar unas fotos dignas de calendario. – Se los digo yo, que he viajado mucho – remató para convencernos finalmente.

Y Marcelo, que así se llamaba el hombre, tenía toda la razón: los cuernos del Paine nos dejaron sin palabras. Pudimos contemplarnos en toda su magnitud cuando llegamos al mirador que lleva su nombre. Nos sentamos en una pequeña banca de madera que se encontraba en la planicie y contemplamos asombrados las tres cumbres que coronan el Macizo del Paine, unas increíbles formaciones rocosas esculpidas por la erosión de los glaciares.

Desde el mirador, también pudimos maravillarnos con el Lago Nordenskjöld y sus aguas turquesa, el valle Francés y el Paine Grande. Fue un espectáculo que nos mantuvo encantados por mucho tiempo y del que solo pudimos despertar con una fuerte ráfaga de viento que casi nos bota al suelo. ¡Qué sorpresa! Sin poder evitar reír ante el percance, tomamos eso como una señal y emprendimos el camino de regreso, sin antes dar las gracias a los Cuernos del Paine por acogernos y mandarnos a buscar a través del amigo argentino.